Dos veces dos, por dos, más dos veces dos, por dos, igual a Uno


Por Gustavo Emilio Rosales


Seguir el curso de las inspiraciones y realizaciones de Maurice Béjart, en y entre sus obras, en los estudios videográficos que consignan sus procesos o por la estela de sus textos (“El ballet de las palabras” y “Cartas a un joven bailarín”) nos convence de que la figura del coreógrafo contemporáneo representa el modelo de pensamiento complejo engarzado por la escuela epistemológica de Edgar Morin.

“Si no admitimos la contradicción, nos precipitamos hacia el dogma. Si no admitimos la posibilidad de certeza de dos polos en choque, corremos el riesgo de falsear. La verdad constantemente presenta doble faz, como el dios Jano. Cuando pienso algo, me doy cuenta de que lo contrario también es verdad”, reflexiona Béjart en uno de sus últimos escritos.

La colisión, el drama, el toma y daca, la relación sensual entre tensiones fueron, en síntesis, la clave del espíritu artístico de este creador inimitable. Suele decirse que él representa un avatar de la tradición franco-italiana para el género clásico. Un renovador. No es falaz esta apreciación: el propio marsellés acuñó simbólicamente la figura de la barra como depositaria de los evangelios operativos del intérprete.

Sin embargo –he aquí una importante contradicción complementaria-, para situar cabalmente la sensibilidad que signa la gran obra de Béjart, el conjunto total de sus aportaciones, es menester considerar el papel decisivo de las poderosas influencias de origen oriental que decidieron la ética en el fundamento de su estética. Me refiero a la fascinación que sobre su inventiva infantil despertaron los relatos de su padre, el eminente filósofo francés Gaston Berger, acerca de los mitos del panteón hinduista; a sus insaciables lecturas de la Bhagavad-Gita, que tenía por libro de cabecera junto a los tomos de Molière, Nietzsche y Baudelaire; a sus estudios sobre zen con Taisen Deshimaro; a su imborrable contemplación de los altares sintoístas de Japón, cuya imagen de Dios es un espejo; a su presencia tutelar en la rancia academia francesa de la danse y su vocación de fundar un instituto independiente de enseñanza que llevara el nombre de Mudra, en referencia al sagrado yoga de las manos; a la divisa en sánscrito que adoptó para situarse a sí mismo antes y después de sus asiduas prácticas de meditación: Tat Twam Asi: Eres Eso.

Béjart era él y eso. El hombre y su imagen. Un yo y otro en uno mismo. Géminis de la creación de y por el movimiento. Jano bifronte que hizo posible proyectar el máximo refinamiento europeo en espectáculos de talla colosal –como 1789 y nosotros- y con igual enjundia otorgar nuevos umbrales de sentido al concepto de ritual, como en Le sacre du printemps.

Tres anécdotas trazan los sellos de existencia creativa de Béjart. La primera corresponde a su encuentro con Martha Graham, durante un festival en Venecia. El entonces director del Ballet del siglo XX dice no recordar ningún detalle de los aspectos artísticos que hubieran podido relacionarlos, ninguna apreciación de estilo o sesuda reflexión acerca del papel del coreógrafo en tiempos de posguerra; sin embargo, en su memoria permanece imborrable el momento de una cena de honor en que la Graham, después de dar cuenta de un generoso plato de ravioles a la crema de salmón, se levanta súbitamente de la mesa y de pie ante los comensales exclama “¡Para qué sirven las teorías de la escena! ¡El centro del escenario siempre se encuentra ahí, donde yo estoy!”

La segunda anécdota es la respuesta pública que el propio Béjart emite en 1998 tras de ser demandado por plagio al, supuestamente, colocar sin autorización una escena realizada originalmente por el coreógrafo belga Frédéric Flamand en su espectáculo en homenaje al cantante Freddy Mercury. “La obra de arte, cuando es, es de todos, menos del artista; lo que menos significa es el autor, sino la tradición”.

En la tercera y última anécdota encontramos al joven Maurice Béjart frente a un anónimo gurú de yoga, en la India. El francés, aspirante a primer bailarín, ha ido en busca de un maestro inusual, que le revele senderos de clarividencia hacia el trabajo con el cuerpo. Al encontrar al mítico guía tras de muchos esfuerzos, sólo acierta a mostrarle la rutina que realiza día con día, y entonces repite, ante la impávida mirada del gurú y con el soporte de un frágil balcón como auxiliar, noventa minutos de su trabajo de barra. Cuando finaliza, empapado en sudor, escucha a su intérprete traducir al francés las palabras que el sabio emite como oráculo: “¿Y para qué quiere hacer yoga?” Le dice. Si su mente es libre al hacer usted mismo un orden de su cuerpo, si deja al ejercicio dirigirlo y no a la inversa, si no desea del ejercicio más que la belleza y la verdad. Usted tiene su yoga, no busque en otras partes. Haga día con día lo que llama usted ‘barra’ por la belleza de la barra misma, sin pensar en la idea de progreso, pues sólo se progresa abandonando la idea de progreso”.

He ahí al hombre que hoy homenajeamos: centro de sí mismo cada vez más situado, más céntrico, más fuerte, al propiciar – como Stanislawsky y Grotowski propiciaron para el arte del actor - que el bailarín fuera un hacedor consciente, fuera, junto con el coreógrafo, creador; caudal de originalidad que, como Picasso, nunca temió apropiarse de todos los recursos a su alcance, de todas las provocaciones a su alcance, con tal de generar conocimiento, verdad y libertad; innovador inspirado en lo ancestral, sacerdote de un culto del espíritu que sabe que, en el arte, hasta lo más antiguo y distante está aún por nacer. Dragón y nube. Ouroboros que a sí mismo se devora y al devorarse se reinventa. Encrucijada que se multiplica, como el jardín de Borges. Dioniso y Apolo en un solo organismo, insaciable de vida. Tal era Béjart.